En los albores de la humanidad, el teatro fue practicado por un pequeño número de individuos especializados, cuyo conocimiento estaba codificado y expresado en ese arte considerado sagrado y disponible para la comunidad. A ellos se le confiaba la transmisión de valores esenciales que constituyeron la educación del ser humano.
El trabajo del actor se basa (o debería basarse hoy) en un conocimiento preciso, fruto de un estudio constante y riguroso del funcionamiento físico, mental y emocional del ser humano.
El objetivo principal, así como la dificultad principal de todas las artes escénicas, es lograr una calidad de la presencia que permita al actor/bailarín/cantante establecer una relación de intercambio vivo con el público y volverlo activo con el fin de recorrer juntos en el viaje de la narración en las alas de la imaginación creativa.
El artista escénico entonces debe ser una especie de líder carismático capaz de tomar de la mano al espectador y guiarlo gentilmente a través de aquel “stream of consciousness” que una representación teatral, por su naturaleza, debe ser para quienes las presencian.
Sin embargo, dado que el teatro es un instrumento de estudio de la vida humana en sus relaciones y en las leyes universales que la gobiernan, esa ecuación (actor ↔ espectador → contenido → experiencia → conocimiento) puede ser aplicada a toda relación humana finalizada al aprendizaje y al crecimiento individual y colectivo, en el mundo de la educación así como en el mundo del trabajo.